Hay que decirlo: el viajar en tren tiene toda una estética. Resulta ser una colección de códigos, precauciones y complicidades (que condensan de modo notable nuestra cultura urbana) que está asociada a percepciones sensoriales muy particulares, casi únicas.
Usted entra a la inmensa estación y halla señalizaciones varias, policias, gendarmes y personal de seguridad, vendedores de lotería y de pañuelos descartables, manifestantes de partidos de izquierda caracterizados y con estandartes, madres nutricias y señoritas de call center, algunas abuelas y muchos chicos solos, casi siempre descalzos.
Hace cola para comprar su boleto, y decide dar la moneda más chica de su vuelto a la persona que le pide junto a la ventanilla de pago. Siempre hay una persona por ventanilla, y no asombra a nadie, porque el ojo parece haberse habituado, y simula una mímesis entre los grises de las manos que se extienden y el gris frío que reviste la boletería.
Boleto en mano se acerca a los andenes, y se detiene junto a otros frente al puesto de diarios, que es grande y además de los periódicos exhibe cantidad de revistas, con mayoria de portadas atractivas al ojo masculino, colecciones de cd y dvd, enciclopedias, tarjetas para telefonía y saldos de las curiosas colecciones de Altaya y Planeta Agostini: relojes de bolsillo, réplicas de lapiceras con pluma, herramientas de jardinería o muñequitas de porcelana. Detras de tanto papel encolado y celofán mira con expresión de invadido por la nada el diariero, que recrea en versión unipersonal aquel reallity que aquí se llamó "Gran hermano", en horario corrido, espacio bien reducido, sin sanitarios y con el compromiso moral de responder con frecuencia sobre horarios de trenes, líneas de colectivos, números ganadores de la quiniela, y resultados del fútbol.
:: Continuará ::
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